Comiendo con los ojos: los platos más estéticos de Barcelona

Òscar Broc
Tenemos dos platos sobre la mesa. Misma receta, mismos ingredientes, mismo sabor, mismo cocinero. Tan solo les separa un detalle que para muchos puede convertirse en abismo: la presentación de uno es deslumbrante; la del otro parece hecha por un wookie con Parkinson. Lo siento, pero como decía Alejandro Sanz: no es lo mismo.

Admitámoslo, somos bichos superficiales, nos mueven las apariencias y nos pirra comer con los ojos. Un plato bien presentado puede convertirse en un anzuelo irresistible. De hecho, una buena presentación puede incluso mitigar nuestras fobias gastronómicas más aterradoras. Hay Houdinis del emplatado ahí fuera que serían capaces de colarle zumo de brócoli con tropezones de quinoa a Kiko Rivera y conseguir que se lo comiera.  

Los que disfrutan viendo pequeños cuadros impresionistas bajo el babero tienen en Barcelona un abigarrado lienzo donde confluyen infinidad de estilos gastropictóricos. Se nota que nos gusta lo del diseño, porque tenemos restaurantes que no solo sirven comida cojonuda, sino que hacen auténticas virguerías estéticas con ellas.

Si tu vida es gris como la de Alfonso Díez, métele color  a manguerazos en Trópico (Marquès de Barberà, 24), un vigorizante reducto de color donde los zumos y cócteles se sirven como si hubieran surgido de un sueño caribeño: frutas exóticas, recipientes imposibles, colores mareantes… flipante es poco. Sus brunchs, además, son sinfonías cromáticas que se devoran con las retinas: huevos Benedict, arepas y bols de cereales y fruta presentados con un chorro de vitalidad estética tan poderoso que os hará rugir el estómago aunque no tengáis hambre.

En Llàmber (Fusina, 5) apuestan por un estilo avant-garde que convierte sus platos en pequeñas obra de arte moderno. Esta gastrotaberna sirve magníficos platillos, y los presenta con las mismas dosis de exquisitez, más algún que otro toque futurista. Diablos, algo tan prosaico como una carrillera, un solomillo de cerdo o una morcilla de Burgos con chipirones se convierte en un paisaje alienígena de lo más estimulante. Por cierto, el diseño de los postres os volverá directamente locos. Mucho arte.


Aunque para arte, lo de Dos Cielos (Pere IV, 272 – 286). Aquí no solo se paga por una cocina estratosférica con garantía Michelin, también se apoquina por una experiencia visual extasiante. Abstracciones imposibles que no parecen depositadas, parecen pintadas en el plato. Los ingredientes se ubican como chispazos de color en unas estampas mironianas que rivalizan con los pequeños sueños emplatados de Dos Palillos (Elisabets, 9). Su menú degustación es una maravilla que fusiona Japón y el mediterráneo en los ingredientes y en la estética de sus haikus comestibles. Su estética también explica una historia, se convierte en parte integrante del bocado.  

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En esta tesitura futurista, el fulgor de estrella Michelin de Caelis (Gran Via, 668) os guiará a una puerta dimensional donde  la comida adquiere formas que parecen miradas a un microscopio mágico. No es de extrañar que Mark Zuckerberg comiera en este templo: seguro que sus presentaciones de ensueño, sus explosiones de color y sus siluetas embriagadoras dejaron al mandamás de Facebook con un rictus de bobalicón permanente. Disfrutar también se ha especializado en sorprender al comensal con sus apasionantes delirios estéticos. Formas limpias, placenteras, colores frescos, adornos muy bien elegidos y platos que salen en imágenes abstractas que parecen arrancadas de las paredes del MOMA. Disfrutar (Villarroel, 163) es un restaurante de cocineros artistas en el sentido más literal del nombre compuesto: la chip  de aceite de calabaza con caviaroli y mandarina parece un organismo unicelular de otro planeta.

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Por cierto, es posible encontrar en Barcelona un restaurante mejicano que sirva su comida con la exquisitez de los más refinados restaurantes japoneses. En Oaxaca (Pla de Palau, 19) han encontrado el dress code perfecto para vestir las recetas del grandísimo Joan Begur. En ningún lugar os servirán un guacamole como aquí. Los platos mejicanos llegan en recipientes típicos, cuidados. Apelan a imágenes del pasado, pero están dispuestos con elegancia y originalidad. Los que pensaban que la cocina mejicana y la estética eran irreconciliables ya tienen otras cosas más importantes en las que pensar.  

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Si buscáis un japonés que suba las apuestas en términos de color, imaginación y derroche de efectos, Minamo (Consell de cent, 360) os dejará boquiabiertos con la presentación de algunas de sus especialidades, como las ostras, el bol de sahsimi, el bonito o las bandejas de makis, que parecen cuadros impresionistas. Preparaos para neblinas de nitrógeno, tablas de pizarra minimalistas, motivos florales y color, muchísimo color. En Koy Shunka (Copons, 7), en cambio, prefieren una puesta en escena menos de choque, un emplatado que evoca historias, sensaciones, que te hace viajar. El precio del menú degustación está a la altura de la comida y de su estética. Cada maki es una pequeña joya artística; los platos más elaborados son pinturas minimalistas, y cuando llegan esas gambas de Palamós, hincadas en montañitas de sal, sabes que has entrado en un museo.

Una foto publicada por Maria Sorolla (@mariasorolla1) el

Para terminar esta orgía estética para sibaritas, los postres más originales de toda Barcelona: los trampantojos imposibles de Hoffman Bistrot (Passeig de Sant Joan, 36). Aunque parezca que os han servido un huevo duro, descubriréis una delicia de chocolate blanco y mousse de coco… ¡con yema de mango para mojar bizcocho! Aunque parezca que os traen una minihamburguesa, en realidad saborearéis un delicatesen de sacarosa que os dejará con la dulce perplejidad de los mejores engaños visuales.  Por cierto, si queréis rematar la faena con un cóctel, todos de cabeza a la carta de autor de Slow (París, 186): no son cócteles, son decorados de cine. ¡Salud!