Vuelta al mundo a través de las películas de tu vida

Alberto Piernas
Idealizaste París gracias a Amélie, nunca puedes evitar pensar en Jack y Rose cuando tomas un barco y más de un día que has salido a correr te has venido tan arriba como Forrest Gump. Sí, el cine nos permite soñar y viajar en tiempos de bolsillos ajustados para llevarnos allá donde el hombre nunca fue gracias a su capacidad para reinventar lo conocido, para ayudarnos a elegir nuestro próximo destino.

Tú buscabas una calle

Despiertas en Sídney junto a una maleta y ningún recuerdo, como el protagonista de París, Texas pero con los suficientes miles de euros como para recorrer los casi 200 países del planeta azul que mil villanos intentaron cargarse. Después caminas siguiendo una senda de baldosas amarillas y se dibuja en tu mente el nombre de una calle, una que te permitirá descubrir cómo llegaste hasta aquí. Para cuando te paras a preguntarle a una señora dónde estás, te das cuenta de que realmente es un señor, y acto seguido te invita a cruzar el desierto de las Antípodas a lomos de una caravana de sopranos y purpurina. Se hace llamar Priscilla.

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Pasas por Ayers Rock, por Victoria Springs, y es allí donde te enamoras de alguien que hace fotografías y decides acompañarle a Tokio, donde te paseas por Sabuya Crossing luciendo un paragüas transparente y compartes cocktails con Bill Murray en la barra de un bar. Tras varios días de karaoke, taxis y Pokemons frustrados le susurras algo al oído, y te das cuenta de que esta vida florero no es para ti, que aún tienes mucho por hacer.

Abandonas Japón al ritmo de música de mariachis a lo Uma Thurman en Kill Bill, aunque tú sí puedes mover el dedo gordo del pie. Y así, a lo tonto, caes en el Hong Kong vintage de Wong Kar-wai e In the Mood for Love, el de lluvias preciosistas y amores secretos. Pero no te dejas almibarar. Caminas por las calles chinas, a veces trepando por los tejados como Zhang Ziyi en Tigre y Dragón, aunque lo que tú quieras sea cantar aquello de ‘Busca lo más vital’ junto a los animales de El Libro de la Selva.

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Tras varias horas surcando el océano en la misma barca de Pi llegas a Chennai, donde huele a curry e incienso y suenan canciones de películas de Bollywood que nunca viste. Te toca tomar un tren, porque desconocías que del sur a Agra habían tantas noches y kilómetros. Pero aún así merece la pena: el Taj Mahal es el lugar que siempre imaginaste mientras leías Las Mil y Una Noches durante las noches en vela. Al llegar alguien sobrevuela el mausoleo en alfombra mágica cantando ‘Un Mundo Ideal’, y en la puerta, los niños de Slumdog Millionaire te hacen de guía pero no te roban los zapatos porque los tienes desgastados de tanto andar, de tanto soñar.

No hay películas famosas ambientadas en Medio Oriente, pero algún día Siria dejará de ser carne de telediario para tener su propia cinta, una con final feliz y nuevas sonrisas. Después Turquía, donde sobrevuelas en globo la Capadocia plantándote en Italia, justo encima de una Fontana de Trevi donde te contoneas, con menos glamour pero más salero, como Anita Ekberg en La Dolce Vita.

Y es en el sur, en un Cinema Paradiso apenas lleno, donde un niño perseguido por la mafia siciliana te propone unirte a él en una carrera hacia los States, pero tú dudas: te quedan por ver los atardeceres de El Rey León en Kenia, quizás despedirte de un viejo amante en Casablanca. O volver a Europa, al Madrid donde siempre viviste.

La Valsée

Como tú también coleccionas fotos de carnet perdidas en los metros, porque siempre te identificaste con ella, llegas a París, la ciudad donde ya no caben más películas, romances frustrados ni ratas cocineras. Consigues ir al Café de Amélie y pagar tus 10 euros por un café, pero qué más da, la vida es solo el ensayo de una obra que jamás se estrenará. Por desgracia, en el Moulin Rouge, Satine ya no canta, y para contentarte tomas un Ratatouille pasado de sal junto a un hombre en silla de ruedas que ríe ante el cuidador de color que le rapea unos versos al azar.

Un salto a Londres, prima hermana cinéfila de los Pariles, la ciudad donde Hugh Grant descubrió las bragas más grandes del mundo en las carnes de Bridget Jones y el andén 9 y ¾ no esconde ninguna escuela de magia tras el cemento. Te encantaría ir a los fiordos de Noruega y cantar ‘Let It Go’ como si no hubiera un mañana, a la Polonia de El Pianista y la Rusia donde anidan todos los malos de las películas de Steven Seagal y Van Damme, pero antes tienes cosas que solucionar, recoger tus cosas del piso que compartías con una tal Raimunda que cantaba ‘Volver’ mientras hacía la colada y una mujer al borde de un ataque de nervios adicta al gazpacho con orfidal.

Arreglas tus asuntos, quedas con un padre que te confiesa que el tuyo biológico vive en otra galaxia y tiene sinusitis, pero tienes otras prioridades, tú buscabas una calle. Mejor avión que barco, porque eso de partir esposas con un hacha como hizo Rose nunca se te dio bien, aunque luego te arrepientes al volar en business junto a una señora que te resulta tan pesada que te dan ganas de colgarte del techo, como en Aterriza como Puedas.

¿Quién dijo Hollywood?

Soñaste siempre con ella, con sus rascacielos y taxis amarillos, y para cuando aterrizas en el JFK y Travis Bickle te lleva en su taxi nocturno a través del puente de Brooklyn, ya percibes todas las fantasías que caben en la Gran Manzana: el apartamento de Carrie Bradshaw, protagonista de una serie mejor que sus dos películas, el piano en el que Tom Hanks jugase con su jefe en Big, los bares que Annie Hall y Woody Allen visitaran preguntándose si se querían o si el universo se expandiría. Una paz que se ve interrumpida cuando la ciudad queda sombreada por una nave espacial. Solo entonces comprendes que debes volver a escapar.

Habrías echado de menos tener a ese alguien con el que partir a través de Estados Unidos, como hicieran Thelma y Louise, pero al menos te queda Johnny Depp recién llegado de Las Vegas. Te  propone dormir en un motel de carretera, el mismo en el que Norman Bates te sorprende con un cuchillo y antes de un Overlook donde un tal Jack te recibe con un hacha. Al parecer los hoteles de la América Profunda no reciben muchas subvenciones.

Y corres, corres como Forrest, y llegas a Los Ángeles, donde te ríes del cartel de Hollywood y te pides champagne con fresas en un hotel mientras cierta canción de Roy Orbison suena de fondo. Pero lo mejor llega al día siguiente, cuando en  The Lighthouse Café conoces a esa persona con la que bailas mejor que Gosling y Stone en La La Land durante tantos días que ya no quieres irte.

El clímax llega una tarde en Hermosa Beach, tras cantar ‘City of Stars’, cuando ese alguien te mira y tus ojos brillan. “Bésala”, susurran los peces y las gaviotas. Y sí, aquí sí hay beso. Solo entonces lo sabes todo: durante una milésima de segundo recuerdas dónde empezaste sin necesidad de haberte tatuado el cuerpo, a quién pertenece el dinero, el nombre de esa calle.

Pero ya no importa, porque para cuando amanece tú decides quedarte, susurrarle a esa persona al oído, como Drácula a Mina Harker, que has cruzado océanos de tiempo para encontrarle.

PD: ¿sabéis vosotros cuál era aquella calle?