Tres días en Budapest a cuerpo de rey con presupuesto de súbdito

Carolina Velasco
Seguramente pienses que hace falta tener una cuenta bancaria con unos cuantos ceros para pegarse unos días de lujo a base de spas, pero en Budapest puedes dedicarte a la “dolce vita” sin sentirte culpable.

Llevaba tiempo oyendo maravillas de Budapest, y reconozco que las fotos que veía me ponían los dientes largos: un parlamento neogótico, palacios con vistas al Danubio, uno de los rastros más grandes de Europa y un cambio de divisa tentador: 300 florines por cada euro. Así que cuando descubrí que era más barato volar a la capital húngara que viajar en tren a la ciudad más cercana, mis dudas se despejaron y decidí poner rumbo a la capital húngara. Pero lo que más me ha sorprendido no son las fotos de postal, sino la vidorra que me he pegado en los spas.

Reina por un día… o dos

Cada vez que alguien me decía que me llevase bañador para ir a los spas yo respondía con un “noo, yo paso, no le veo la gracia a las saunas”. Sigo sin vérsela, es abrir la puerta de una y sentir que me asfixio y salir inmediatamente: ¿quién en su sano juicio se mete en un cuarto que parece el metro en verano y hora punta por muy sano que sea o por muy bien que deje la piel? Yo no, desde luego, así que me pasé días ignorando las recomendaciones y sin dejarme impresionar por los 80 manantiales geotérmicos de la ciudad o las fotos de sitios como Széchenyi. Suerte que ya empiezo a conocer mis renuncios y metí un bikini en la maleta, porque de no haberlo hecho, ahora estaría dándome golpes contra la pared (aviso al lector: si olvidas el bañador, siempre puedes alquilar uno en el spa).

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Con lo que yo no había contado es con temperaturas veraniegas en pleno otoño, y después de pasar medio día caminando por la ciudad bajo un sol de justicia, decidí que un poco de piscina no me haría daño, así que me acerqué al spa que me pillaba más cerca: Széchenyi. Había visto decenas de fotos, pero confieso que el edificio me impresionó: si alguien me hubiera dicho que se trataba de un palacio, me lo habría creído. Pero lo mejor estaba por llegar: de no ser porque los bañadores delataban que estábamos en 2016, podría parecer que el tiempo se había detenido en 1913. En vez de gente mirando la pantalla del móvil, aquí la gente se dedicaba a hablar o incluso a jugar al ajedrez en la piscina o simplemente a descansar en las tumbonas. Me dejé llevar y me dediqué a hacer lo que todo el mundo: ir de la piscina a la hamaca y vuelta a empezar. Todo un lujo.

Al día siguiente decidí que el spa “art nouveau” de Gellert me importaba más que las ruinas romanas, y allí que me fui a echar la tarde. Aunque hasta tiene piscina exterior con olas, aquí la principal atracción son las piletas de distintas temperaturas (que oscilan entre los 18 y 40 grados)  y la piscina interior, que te dan ganas de pedir a arquitectos y diseñadores que se dejen de tanta funcionalidad y que se acuerden más de la estética.

¿Lo mejor de los spas? El precio: menos de 20 euros por cabeza.

Paseos por la ciudad

La mejor forma de conocer Budapest es caminando (aunque algunas estaciones de metro modernas te impresionarán más que las de muchas capitales): es una buena forma de ver las principales atracciones (la ópera no es tan “instagrameada” como el Parlamento, pero no tiene nada que envidiarle) y de descubrir los edificios “art nouveau” de la ciudad. En cuanto se deja el centro, es fácil descubrir en muchos de ellos las huellas de la Segunda Guerra Mundial. Es precisamente en muchos de estos inmuebles donde se encuentran los famosos “ruin pubs” decorados con muebles de segunda o tercera mano y que ha hecho que se compare a Budapest con Berlín. Los más célebres son ya carne de turismo, y lo mejor es evitarlos tanto como a esos restaurantes del centro que ofertan “tourist menu” y dirigirse a donde vayan los lugareños. A veces basta con dar la vuelta a la esquina para descubrir lugares en los que comer bien por poco precio mientras se degusta un vino húngaro (has acertado, hay vida más allá del tokaji).

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Aunque el céntrico barrio de Belváros es el que aglutina más visitantes, lo mejor es pasear por el barrio judío: además de la sinagoga más grande de Europa, escondido en un patio interior se encuentra el resto del muro del gueto judío (tendrás que llamar al timbre de algún vecino de Király Utca 15 para poder acceder). Aunque el barrio mantiene su identidad (a las numerosas sinagogas se suman los restaurantes que ofertan comida kosher), se ha convertido en una de las zonas de moda, y allí encontrarás numerosos cafés y bares (evita Gozsdu Udvar si no quieres caer en una trampa para turistas).

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Tampoco puede faltar un paseo por la isla Margarita, en pleno Danubio, y nada para llegar a ella como hacerlo en barco: por poco más de dos euros puedes comprar un billete sencillo para recorrer la ciudad. Además de tener unas vistas impagables del Parlamento, el Puente de las Cadenas o el Palacio Real, llegarás al pulmón de la ciudad.

Budapest
Fotos: Carolina Velasco

 

Para terminar la estancia en Budapest, nada como una visita al rastro de Ecseri Piac: situado a las afueras de la ciudad, vale la pena pegarse el viaje por ver unos puestos en los que te podrás encontrar desde lámparas de cristal a gramófonos pasando por relojes de abuelo a mapas que tienen mucho valor histórico pero ninguna utilidad. Casi parece que alguien hubiese abierto una cápsula del tiempo gigante enterrada a finales de los 40. Si te gusta la fotografía, ve pertrechado con florines, porque resistirse a algunas de las cámaras que verás es casi imposible: las hay de todos los tipos y a unos precios a los que es muy difícil resistirse. Yo, desde luego, no pude.