Tour en alfombra mágica por Marrakech

Alberto Piernas
Al sur de Algeciras hay un país que podría contarnos mucho de nuestra historia, de la suya, de ese mundo de colores y aromas encerrados entre dunas y palmeras. Y como no es lo mismo contarlo que vivirlo (lo siento Samanta) yo ya tengo mi alfombra voladora esperando en tu balcón para viajar a su ciudad más grandiosa. ¿Confías en mí?

Una alfombra en Lavapiés

Hubo una tarde en la que, como muchas otras, decidí ir a Lavapiés, ese barrio de Madrid donde las tiendas de especias árabes se entremezclan con la de telas indias y arte urbano étnico. Recuerdo que había una especie de mercadillo, libros vintage, incienso, y una alfombra atada con una goma que me vi tentado a desatar por alguna razón mística. Estuve hasta tarde, tanto que ya me cerraban algunos puestos. Y sería al retomar el camino a casa cuando la vi, púrpura y amarilla, como en cierta película Disney donde un loro se hartaba de galletas y un Genio se ponía gorras de Goofy.

La alfombra no dijo nada (tampoco creo que pudiera hacerlo), solo extendió su manto de seda hasta acercarse peligrosamente mientras yo trataba de escapar gimoteando durante un rato. Pero finalmente no me quedó más remedio que postrarme ante ella, sentarme en su lomo y dejarme llevar a través de la noche de verano, viendo cada vez más alejadas las luces de Madrid, adivinando los molinos de Consuegra, los pueblos blancos de la Costa del Sol y el islote Perejil.

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Me quedé dormido, porque allá arriba hace más fresquito, y desperté por culpa de un avión que pasó rozándonos hasta lanzarnos en mitad de un olivar enorme donde me vi rodeado de cabras que querían mis calzones de desayuno.

Nos encontrábamos en el antiguo lugar de parranda del califa Abd al-Mumin, quien aquí, en los Jardines de la Menara de Marrakech, había construido en el siglo XII un pabellón de tejado cónico (menzeh, o menara) frente a una alberca cuya posición no era para nada casual: atrás se veían los picos nevados del Atlas y del otro las murallas de la Medina de Marrakech, considerada como la ciudad más dinámica de Marruecos. Creía que no habría nadie más allí, hasta que un buen hombre ataviado con turbante me ofreció almendras y dátiles sin musitar palabra al ver a la alfombra regresar para recogerme, quizás porque aquí viven inmersos en un universo secreto de eterna magia.

Ir de jardines

Si hay algo por lo que Marrakech destaca (mezquitas y cous cous aparte) es por sus jardines. Zonas verdes con una gran herencia allende sus fronteras (guiño guiño; sí, a ti Córdoba, y a ti, Jardines del Generalife) adaptadas al paso del tiempo sin perder un ápice de esencia.

Uno de los mejores ejemplos es el jardín Majorelle, situado al norte de Marrakech y lugar de nacimiento del azul majorelle surgido en este antiguo solar donde el pintor Jacques Majorelle (por si no os había quedado claro el nombre) erigió un pabellón artístico entre cactus, baobabs o palmeras traídas de los cinco continentes. Un paraíso de agua y sombra en el que el único sonido es el del crujir del bambú o el rumor de los turistas procedente de la boutique añadida por el diseñador Yves Saint Laurent, quien compró el jardín a principios de los años 80.

La alfombra, que siempre me esperaba tras las murallas como una especie de guía personal, me llevó a ver La Palmeraie, un palmeral donde antaño llegaron a existir hasta 150 mil árboles datileros y que ahora encierra un resort de lujo con vistas al icono bereber de la fertilidad. – Me apetecería un té moruno fresquito – y la alfombra, tan servidora ella,  me llevó a los jardines del Palacio de la Bahía, algo más lejos, ya en el centro de todo el meollo marroquí. El mayor palacio de Marruecos, con sus teselas y mosaicos, ofrece hasta tres jardines enormes donde te sirven té y echar la siesta bajo la vegetación es una singular tentación. Pero no, no había tiempo para soltar la baba, pues aún nos quedaba lo más importante: ¡los bazares!

¡Regatéame!

Llegamos al último jardín, el de la mezquita de la Koutoubia, donde la prima hermana de La Giralda de Sevilla marca el inicio a esos laberintos de sentidos donde se venden babuchas, juegos de té, lámparas mágicas y hasta viagra ecológica.

Al pasar alguien te ofrece tagine de cordero en un puesto, otro una selección de frutos secos, acabas colocado de hierbabuena, en el Rahba Kedima puedes arriesgarte a tomar pócimas mágicas, el Siyyaghin y sus joyas de todos los colores,  el niño que salta por los tejados, las palmeras que se inclinan, los aromas, la luna que empieza a asomarse entre las cúpulas. Y comencé a regatear, de hecho el vendedor y yo regateamos tantas cifras que parecía que en algún momento alguien fuese a gritar ¡Línea! en mitad del bazar. Finalmente gané yo, y con mi turbante que nunca me puse entre las manos llegué hasta un hombre llegado del desierto que tocaba una flauta mientras una serpiente ejecutaba una danza secreta.

Sí, he llegado a Yamaa el Fna, la plaza donde Marruecos explota en forma de mil y una tentaciones. Designada patrimonio de la Unesco, organización que tuvo que inventarse una nueva categoría al no saber donde meter tanto estímulo, esta plaza se convierte en el mismísimo corazón de la Medina de Marrakech. Un lugar de verbena donde se dan cita los cuentacuentos, las bailarinas, los tatuadores de henna, los ropajes e imanes que comprarás para la nevera y puestecillos de sabores picantes y hasta alguna que otra cerveza.

Y es entonces, cuando ya cansado y extasiado, la alfombra me llega con una tarjeta de un riad, típica vivienda marroquí en torno a un patio convertido en una cuca opción de alojamiento en la ciudad de los bazares. Es su forma de decirme que ya ha cumplido, que gracias por descolgar aquella gomita pero que ella debe volver con su amo. ¿Es un adiós? Pero ya no estaba. Y yo, entre desilusionado y contento, me perdí por las calles exóticas, pensando que esta vez me tocaría volverme en avión mientras cantaba aquello de “soy como una haz de luz, que lejos va”.