Suiza: el arte de bañarse en ríos y chocolate

Alberto Piernas
Aunque te cueste creerlo, existe algo mejor que un verano entre canícula y playas kilométricas: un fin de semana en Suiza, ese país que cuenta con el agua y la personalidad suficientes para refrescarte las carnes, detener tus relojes y hasta ofrecerte un chocobaño.

Ginebra: cuando un lago es suficiente

Érase una vez una pareja que todos los veranos iba al sur, a la playa de siempre. Pero este fue este año cuando él le propuso ir a Suiza y ella se quedó con cara de ameba, sin saber que su hombre tenía un plan secreto. Solo comenzó a sospechar cuando llegaron a Ginebra, esa ciudad que se baña en el río Ródano y se deja vestir por unos Alpes que, desde lejos, ya anuncian que este verano será diferente.

Una ruta del frescor que continúa con la Jet d’Eau, cuyo torrente de 140 metros deja en pañales cualquier ducha playera, o el lago Lemán, ese escenario que alguna vez imaginaste en alguna meditación sin saberlo, y cuyo encanto explota en forma de casitas de cuento, un verde superlativo y el Mont Blanc nevado. – ¡Gordo, pues tuviste una buena idea! – dijo ella tras quedarse empapada en sus fuentes, con el pelo alborotado y lleno de flores. Y es que tampoco abandonaron la primavera, pues el Reloj de las Flores luce siempre el mismo esplendor cromático y en la zona de Carouge un trozo de la ribera mediterránea parece vivir inmerso en un junio eterno.

Y tanto, tanto les gustó Suiza, que decidieron regalarse aventuras seguidas, una detrás de otra, complementando su primer paso por Ginebra con Lausana, a tan solo 45 minutos en tren. Una ciudad en la que, por si cuatro ríos bañando sus contornos no fueran suficientes, la posición del lago Rega hace que vivas en un atardecer constante. Encima hay teatros, y conciertos, y hasta danzarines que te cuentan historias mientras caminas por una plaza para desembolsarte una tableta de chocolate.

Porque aquí nada se derrite y no necesitas correr hacia la playa, solo recrearte 24/7 en un edén fresquito.

Como guinda, nada mejor que un paseo por Lavaux, viñedos catalogados por la Unesco que nutren los coquetos wine bars de la ciudad (Vintage Wine Bar, s’il vous plait), o hasta un spa de chocolate en After the Rain: bueno, dulce, afrodisiaco y para toda la familia o, en este caso, para una pareja que nunca quiso salir de allí.

Mira el reloj, no la hora

Berna, la ciudad de los relojes, la que, al igual que el 99% de ciudades suizas, tiene un río o lago empapando su corazón y la misma que llamaría la atención de la Unesco por un encanto medieval único es nuestra siguiente parada. Solo será al cruzar sus calles cuando descubriréis que Berna y su Casco Histórico conforman un parque temático en sí mismo: la Torre del Reloj en la que lo que menos importa es la hora que marca, las arcadas -un nombre que te parecerá bonito cuando contemples los arcos épicos entre sus edificios marrones-, o los chorros de sus más de 100 fuentes, muchas de ellas vivitas y coleando desde la propia Edad Media y decoradas con figuras alegóricas que en algún momento se despegarán de sus postes para indicarte que debes tomar un brunch en la Casa de Albert Einstein y pasear por los Jardines de las Rosas, donde yacen hasta 223 especies de la flor que inmortalizara La Bella y la Bestia.

Y así, confundidos entre la primavera y el verano, nuestra pareja protagonista llegó al este de una Suiza a la que volverían ya cada verano: lo sabían. Tras una hora en tren desde Berna descubrieron que Zúrich, a pesar de su imagen de ciudad financiera, es un imán para los nostálgicos (ojo al tranvía que te deposita en su famoso Mirador), pero también los cosmopolitas: unas copas en la cuna del Dadaísmo de Suiza, el Cabaret Voltaire, compras y arte en ese jardín urbano llamado Frau Gerold o un paseo por Paradeplatz, donde se aglutinan confiterías como la mítica Confiseri Sprüngli, por cuyas delicias chocolateras hasta Willy Wonka habría matado.

Por supuesto, también hay un bello lago surcado por cruceros donde se baila salsa, pero ya no sé cómo decir que concebir una ciudad suiza sin una masa de agua es como la paella sin arroz o una flamenca sin lunares.

Bañarse en un río modernista

Tras probar el típico Zürcher Geschnetzeltes, o la deliciosa versión local de la ternera en salsa, toca mover el cuerpo. Mmm, déjame sacar de mi bolso de Mary Poppins, dice Zúrich. ¿Qué te parece la cabalgata más concurrida de Europa? ¿Con muchas pelucas y música techno? ¿Y hasta el amanecer? Y claro, nuestra pareja no pudo resistirse a The Street Parade, bailando entre farolas y muelles coquetos hasta el final de un viaje que alargaron con una visita a la cercana Basilea.

Fotos: Turismo de Suiza

Abierta a un río Rin que supone su mayor bendición, Basilea es una ciudad, o más bien dos (la Vieja y la Nueva), separadas por unas aguas surcar en un ferry donde tocar la típica campana significa volver a 1900. Después, nada mejor que viajar algo más adelante en el tiempo para detenerse en el hotel Krafft, el mismo donde Herman Hesse escribiera su existencial “El lobo estepario” en los años 20, pasando por las obras de Picasso que lucen en el Kunstmuseum Basel o las máquinas de vapor de Jean Tinguely que desvelan un universo secreto de lucecitas y metales.

Y será tras abandonar nuestro tour por la primera mitad del siglo XX y echar una siesta en uno de los hoteles que definen Basilea, el Trois Rois, cuando tocará afrontar ese esperado momento, el del chapuzón más inolvidable del verano: el del río Rin, donde podrás secarte en casitas de playa de estilo modernista sin renunciar a la arena esparcida por la ribera suiza, la misma que te ofrece un fin de semana en el que cabe un verano, la que todo lo cambia. La que inventa nuevas playas.

Porque sí, Suiza enamora

O mejor dicho, nos tiene enamorados ya.