Región de Murcia: playas, un peregrinaje y varias copas de vino

Alberto Piernas
Todo comenzó con una escapada solitaria a una casa rural de Moratalla. Después llegó una copa de vino de Jumilla, un peregrinaje casual y una playa para enmarcar. Y no sé si fue por sus gentes o los frutos de su huerta, pero creo que aquello de Murcia qué hermosa eres se quedó corto. Muy corto.

El vino

Esta es la historia del descubrimiento de una provincia, que, como todos los buenos descubrimientos, comenzó de forma casual. Este, concretamente, alquilando una casa rural en Moratalla, al noroeste de la Región de Murcia, para comenzar una novela. La suerte llegó cuando un día me quedé sin vino (y sin inspiración) y alguien me dijo que no lejos de allí, en Jumilla, lo hacían muy bueno. Y yo, que no había conseguido pasar de la primera página, pensé que me vendría bien algo de aire puro. Y vino. Así terminé en la misma bodega de Juan Gil a la que un día llegó Robert Parker, el crítico vinícola más influyente del mundo, para encumbrarlo a la gloria y llevarlo a más de una gala de los Óscar. Y no, el señor Parker no se equivocó. Ni Merlot ni Sauvignon; el mimo a la tierra, el sol y el agua dan como resultado un vino que encargo en cajas de seis litros para recoger a la vuelta, porque ya que he salido quiero ver qué más hay al final de la huerta de Europa.

Tras unas copas de más, un buen hombre me dice que hay un famoso peregrinaje que me conducirá hacia el sur hasta desembocar en Caravaca de la Cruz, Ciudad Santa y una de las cinco en todo el mundo donde casualmente este año se celebra el Jubileo Perpetuo con motivo de la presencia de la Vera Cruz, o famosa Cruz de Caravaca, una joya contenida en una Basílica que supone todo un deleite para los amantes del arte sacro. Una ciudad de jubileo, del júbilo al que invitan sus  fiestas de la Santísima y Vera Cruz, con los Moros y Cristianos y los famosos  Caballos del Vino. ¿Vino? Allá que me voy, sin saber que Caravaca marcará el inicio de una larga ruta de parrandas, colores y gentes cálidas.

Tras el huracán cultural que suponen el patrimonio, las fiestas y la devoción de Caravaca, el vino jumillano sigue hablando por mí y continúo. Tampoco me viene mal algo de aire puro, aventuras bucólicas y beber agua de una fuente de montaña, una de las muchas que encuentro en el Camino de Levante, un recorrido de 118 kilómetros que unen la Ciudad Santa con Orihuela y que me lleva a conocer los vinos de Bullas, también con DO, la reliquia de la Santa Espina de Mula y la huerta murciana.  

Debería volver, pero un cartel me dice que Murcia capital no queda lejos. Y ya que le he cogido el punto a esto de peregrinar, no me resisto.

Murcia reconciliadora, y sabrosa

Apenas recuerdo cuando comenzó esta aventura, pero llegados a los umbrales de la ciudad de Murcia sé que mi ruta de los sentidos solo acaba de comenzar. La primavera se respira en prácticamente todos sus rincones, en su huerta, en los aromas de la ciudad,  y en los murcianos que, haga el tiempo que haga, se lanzan a la calle a la zaga de la mejor tapa.

Voy de cañas por el centro, y tras sentarme en el bar, el dueño sale personalmente a recordarme sus mejores tapas: ensalada murciana, pulpo al horno, marineras (las más curiosas), ensaladilla rusa sobre una rosquilla coronada por una anchoa…  y eso que yo creía que no me gustaba la anchoa, pero Murcia me ha reconciliado con los sabores perdidos. Después camino por el centro, donde el conjunto cultural de la ciudad, formado  por la Catedral de Santa María, el Palacio Episcopal y el Edificio Moneo, se entremezcla con el ecléctico y modernista Casino.

Tras mi ruta cultural me hago con el bocado urbanita insignia de Murcia, su delicioso pastel de carne, que saboreo mientras piso los puentes colgantes del Segura y  realizo un paseo en barca por un río Segura en el que me acompaña un guiri, convirtiéndose en la quinta esencia del plan de San Valentín que nunca tuve.

Hacia las ocho de la tarde ya voy por mi quinto pastel de carne cuando me dispongo a visitar el Santuario de Nuestra Señora de la Fuensanta, y el mirador de Quitapesares, que ofrece una vista espectacular de la ciudad.  

Aquí sí hay playa

De camino al sur (el guiri me ha confesado la ubicación de unas playas secretas), me pierdo en los mil años de historia concentrados en Lorca, la ciudad que brilla más que un Swarowski gracias al encanto de su castillo, conocido como La Fortaleza del Sol, y a la única sinagoga judía de toda España, donde judíos, cristianos y árabes vivieron una vez aglutinados dando como resultado la también conocida como Ciudad de los Cien Escudos.

Preciosa, pero debo proseguir hacia el mar, sin saber que Cartagena me pilla de camino. Y por un momento confundo la que fue una de las ciudades más gloriosas del Antiguo Imperio con la lejana Roma gracias a su teatro. Y una majestuosa procesión me recuerda que las de Cartagena, junto con las de Murcia o Lorca, son de Interés Turístico Internacional,. En sus calles de colores  me pierdo hasta llegar a su bullicioso puerto donde continuamente vienen cruceros de todo el mundo. Para cuando busco mi destino, vuelvo a encontrarme con el guiri al que conocí en Murcia y del que no me despedí. Uno, que es muy independiente, aunque no puedo negarme cuando se ofrece a llevarme en su coche hacia el este.

Y es a treinta minutos de Cartagena donde me topo con el gran dilema viajero de esta aventura: el de si ir al Mar Menor y La Manga, a Cabo de Palos, o perderme en las playas salvajes de Calblanque. Pero como apenas los separan unos kilómetros, tras comprarme un pareo de mandalas  y darme un baño en La Manga me pierdo por una senda entre pinos, montañas y animales esquivos.

Y así llegué a la playa de Las Cañas, en Calblanque, donde vi a alguien surfear y maldije a mis oídos por no poder bucear. Y finalmente a Negrete, playa secreta donde el naturismo es (casi) obligado mientras la mirada se pierde en un Mediterráneo secreto, uno como pocas veces había visto.

¿No he dicho que las playas de Calblanque son maravillosas? Echemos la culpa al vino, el mismo que inició mi Semana Santa en la Región de  Murcia, aquella que alargué durante toda una primavera. La que a ti también te espera.